Belleza

¿Ha adornado el Señor a las flores con toda esa belleza que se presenta espontáneamente ante nuestros ojos y con el dulce olor que deleita el sentido del olfato, y será ilícito que disfrutemos esa belleza y ese olor? ¿Qué? ¿No ha hecho él toda la gama de colores, con unos más agradables que otros? ¿No le ha dado las cualidades al oro y a la plata, al marfil y al mármol, haciéndolos más preciosos que los demás metales o piedras? En resumen, ¿no le ha dado valor a muchas cosas que ni siquiera son de uso necesario?

Quienes destacan la belleza de la santidad, o el verdadero bien moral, destacan lo más grande e importante en el mundo, lo cual es la plenitud de todas las cosas sin las cuales el mundo estaría vacío (de hecho, se encontraría en una situación paupérrima). A menos que logremos ver esta verdad, nada de lo que veamos y apreciemos en el mundo merecerá ser considerado; porque no hay ninguna otra majestuosidad ni belleza genuinas aparte de esta verdad.

El amor que nosotros le tenemos a los benditos mártires, nos lleva—no sé cómo—a desear ver en el reino celestial las marcas de las heridas que recibieron en el nombre de Cristo, y posiblemente las veremos. Pero no se verán como una deformidad, sino como una marca de honor, y añadirá brillo a su apariencia y belleza espiritual, aunque no corporal.