Honor y vergüenza

Muy a menudo, cuando el pecador mira la grandeza y multitud de sus culpas, se avergüenza de confesar lo que ha hecho, y aunque él puede llorar profundamente por sus pecados, tontamente los esconde en su propia conciencia y se avergüenza de revelarlos a quien debe. ¡Necio! ¿Por qué tener vergüenza de decir al hombre lo que no se avergüenza de hacer en presencia del Señor? Lejos con esa vergüenza. Ve rápido a buscar al sacerdote, revela tu secreto y confiesa tus pecados, de lo contrario, la contrición del corazón es en vano cuando hay una oportunidad no seguida de la confesión con la boca.

Somos tan reacios a ofender a las personas y tan deseosos de quedar bien y tener favor con ellas, que somos más propensos a ser negligentes en forma inconsciente acerca de la tarea que sabemos que debemos realizar. Qué médico tan necio sería (y también qué amigo infiel) aquel que dejara que un hombre muriera por temor a perturbarlo, y qué miserables y crueles somos hacia nuestros amigos que preferimos que sufran al caminar calladamente hacia el infierno, en lugar de hacerlos enojar o dañar nuestra reputación con ellos.

Donde mil son destruidos por las contrariedades del mundo, diez mil son destruidos por las sonrisas del mundo. El mundo, como una sirena, nos canta y nos hace hundir. Nos besa y nos engaña, como Judas; nos besa y nos hiere por la quinta costilla, como Joab. Los honores, el esplendor y toda la gloria de este mundo no son otra cosa que dulce veneno que nos pondrá en peligro si es que no nos destruye eternamente.