Yo Estoy Entre Vosotros Como El Que Sirve

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1. ¿Qué hacemos aquí?

Casi todo el mundo estará ahora pasándoselo bien (o intentándolo). Estas fiestas hace bastante tiempo que dejaron de ser cristianas. Ahora son fiestas del “bienestar”, en la “sociedad del dios bienestar.

¿Qué hacemos aquí? Año tras año nos empeñamos en quedarnos hablando de alguien que, tal día como hoy, hace casi dos mil años, iba a morir al día siguiente. Lo iban a matar. Lo mataron. Las autoridades civiles, religiosas y militares. Unos en nombre de Dios y los otros en nombre de la Seguridad del Estado. Como suele ocurrir. Lo mataron como suelen hacerlo los poderosos de este mundo: un juicio irregular, torturas, una ejecución sádica, como todas las ejecuciones. Sufrimiento de una persona y de sus amigos. Como suele ocurrir. Porque más de media humanidad, fuera, pero también dentro de las fronteras de nuestra sociedad del bienestar, vive en la sociedad del “malestar”, o del “peor estar”, incluso del “dejar de estar”. ¿Hace falta recordar las noticias de los telediarios que nos meten en casa todo el sufrimiento del mundo? Sin embargo, muchos continúan empeñados en pasárselo bien. ¡Y nos ignoran a los que estamos aquí!

¿Qué hacemos aquí? Lo que unos grupos [¡bastantes!] de personas hacemos todos los domingos del año, especialmente estos días en torno a la primera luna llena de primavera, mientras muchos otros se divierten, o lo intentan, y una inmensa multitud simplemente sobrevive, tiene que ver con la condición humana. Tiene que ver con nosotros, hombres y mujeres de carne y hueso. Con nuestras vidas personales, con nuestras relaciones familiares y sociales. Tiene que ver con la creación de un mundo en el que merezca la pena vivir. Con el ansia de sentirnos saciados, vivos, felices, realizados. ¡Amados!

Lo que hacemos aquí tiene que ver con Dios. Con la búsqueda de Dios por parte del ser humano. Y con la búsqueda del ser humano por parte de Dios. Nosotros, los cristianos, creemos que el Dios Creador de la inmensidad, añorado por todos (aunque muchos no lo sepan), buscado por algunos, ha salido y sale continuamente a la búsqueda de cada criatura humana.

Aquí y ahora, mientras otros hacen otras cosas, nosotros leemos y escuchamos unos textos muy antiguos, tremendamente humanos, pero que en su humanidad han sido experimentados y confirmados como Palabra de Dios por más o menos sesenta generaciones de creyentes (noventa si contamos a los hebreos).

2. El Dios que libera y hace alianza

El texto del Éxodo nos sitúa ante los acontecimientos fundacionales de la fe de Israel, en Egipto, hace más de tres mil años. Constituyen una norma litúrgica y a la vez una catequesis. Catequesis litúrgica, “mistagógica”, es decir, una enseñanza que descubre el sentido de la celebración para el pueblo que celebra. Sentido que está en la acción de Dios en el pasado, en lo que Dios hizo, pero siempre mirando hacia delante, esperando que Dios cumpla su promesa de futuro, lo que Dios hará.

En el pasado, Dios liberó a los hebreos de la esclavitud en Egipto. No eran ni pueblo, no eran más que unos grupos de esclavos sin identidad propia. No eran nadie. Estaban sometidos por el Faraón. Por los dioses de los egipcios. Pero un Dios ignorado por las grandes civilizaciones del momento, se les da a conocer y los libera de la esclavitud por medio de Moisés, un fugitivo que ni siquiera sabe hablar bien. Y les da la Ley, un modo de vida, una “constitución” que hará de ellos un pueblo libre. Y establece con ellos un Pacto que les abre la existencia al futuro: “Yo seré tu Dios, tú serás mi pueblo”. Por parte del pueblo se trata de no traspasar los límites: Sólo Dios es Dios. Hay que dejarle ser Dios. Los israelitas ya salen ganando con ser pueblo de Dios.

Este acontecimiento de revelación-liberación-alianza es lo que celebran las fiestas judías de la Pascua y los “ázimos”, que se establecen en el capítulo 12 del éxodo. El texto asume la tragedia real de la esclavitud de unos hombres en manos de otros, y de la liberación de unos hombres a costa de la vida de otros. Aquellas personas pasaron de la esclavitud a la libertad, de la muerte a la vida, de no ser nada ni nadie a ser pueblo, pueblo de Dios. Todo este drama, terriblemente humano, queda simbolizado por la sangre del animal sacrificado a toda prisa, que se convierte en distintivo de la vida de los esclavos liberados: vida que sobreviene a costa del dolor de otros (¡como en el parto!). simbolizado también por la comida apresurada por el miedo en medio de la huida, convertida después en banquete festivo para quienes son constituidos en pueblo liberado. Y como autor y protagonista principal de esta experiencia radical, generación tras generación los israelitas confiesan a Dios.

Este acontecimiento de revelación-liberación-alianza marcará toda la existencia posterior de Israel. Será el centro de su fe y la clave de comprensión de toda la Escritura. Porque Israel no cree en un Dios que vive estupendamente en el cielo, sino en el Dios que ve cómo sufre su pueblo, oye sus lamentos, sabe cuánto sufre, baja a salvarlos y los lleva a una vida nueva, libre (cf. Éx 3,7-8).

3. El Dios que acompaña, bendice y salva

A nivel personal, en lo sucesivo la vida del creyente israelita sigue siendo totalmente humana. Pero muchas veces el creyente profundiza en la vida, “bucea” en sus experiencias y sus sentimientos para descubrir en ellos su sentido. Y también en su propia vida y en sus propias relaciones descubre a Dios, al Dios de la Alianza, que ya no es sólo alianza con el pueblo sino también con cada uno de los creyentes que lo forman.

El Dios de los Salmos se deja descubrir por el hombre y la mujer que sufren, a pesar de su sufrimiento, en el mismo sufrimiento. El hombre descubre entonces a Dios como “Aquel que me escucha”, “el que me presta atención”. Aquel que era “el Dios que sacó a Israel de Egipto” pasa a ser “el que ha roto los lazos que me ataban” (cf. Sal 116,1-2-16).

Es la experiencia de la presencia de Dios, de su bendición, de su salvación. Dios se deja encontrar, viene al encuentro del hombre, en medio del dolor y del sufrimiento. De ser el Dios de mi pueblo pasa a ser “mi Dios”, y yo “tu siervo, el hijo de tu sierva”. Deja de ser el Dios de quien hablan los entendidos para ser el Dios con quien hablo, el Dios a quien amo. Y para expresarle mi amor le rindo culto, le ofrezco ofrendas e invoco su nombre, le pido que venga a mi vida. Lo proclamo ante los demás para que sepan qué ha hecho conmigo, y les invito a unirse a mi alabanza, a mi fiesta con Dios: “¡Aleluya!”, “¡Alabemos al Señor!”. Es decir: “Uníos a mi alabanza, porque tengo motivos para cantar a Dios en medio del dolor de la vida”.

4. El Dios que se convierte en esclavo

El Dios de quien habla Jesús es el mismo Dios del Salmista. El Dios digno de ser amado. Pero dice que es Dios quien toma la iniciativa y ama primero, siempre, incondicionalmente, en cualquier circunstancia, a todos sin excepción. Además, del mismo modo que un padre puede amar de manera especial a ese hijo “especial” (débil, enfermo, drogadicto, rebelde), Jesús dice que Dios ama de manera especial a los que se sienten, o son considerados por los demás, demasiado “especiales” para ser amados: pobres, mujeres, pecadores, publicanos, prostitutas, ricos… Y de parte de Dios Jesús los acoge, los ama, los perdona, los sana, les da vida.

Jesús se enfrenta a quienes tienen el monopolio de la religión, a los “distribuidores en exclusiva” de las cosas de Dios. Lleva las de perder, porque no tiene títulos ni cargos oficiales, y porque hace demasiadas cosas escandalosas para las gentes de bien, y porque acepta a todo el mundo. Jesús pierde. Los religiosos lo entregan a los poderosos, y éstos lo matan. Fin. Se acabó. Lo del Dios de Jesús es un cuento. Ha sido un sueño. Estamos donde estábamos, en Egipto o en Babilonia, en la sociedad del bienestar. Los que mandan son los dioses de siempre, que esclavizan al hombre y la mujer y los ponen a su servicio. ¡Y nosotros estamos hoy aquí perdiendo el tiempo!

¿O creemos eso tan absurdo que anuncian sus seguidores? Si Jesús ha resucitado, si Dios ha resucitado a Jesús, entonces es verdad lo que Jesús decía, y lo que hacía. Los discípulos, que viven la experiencia de la muerte de Jesús y la contemplan después, cuando se deja ver por ellos, vivo, se descubren en una nueva dimensión, en una nueva relación con Dios. Comienzan a predicar, a recordar, a reflexionar sobre las palabras y las acciones de Jesús.

El evangelio de Juan, considerado desde antiguo como el más “teológico” de los evangelios, expresa sutilmente la fe de aquellos primeros cristianos, su gran descubrimiento: El “Logos” de Dios, su Palabra, su Razón, su Sabiduría, su Proyecto, que Juan nos dice que era Dios mismo, su Hijo, se ha hecho “carne”, realidad humana, un ser humano concreto, con todas las limitaciones propias de la naturaleza humana. Y en este ser humano llamado Jesús hemos podido contemplar “la gloria” de Dios, a Dios mismo. En Jesús que ama y sana a los enfermos, que ama y acoge a los pecadores, que ama y da la vida a Lázaro, los primeros cristianos descubren, a la luz de la Pascua, a Dios mismo que ama, sana, acoge y da la vida.

Para Juan, la “gloria” de Dios, Dios mismo en cuanto Dios, Dios majestuoso y poderoso, sólo se puede contemplar en la cruz. Toda la majestad de Dios está en Jesús aceptando la muerte ignominiosa y violenta que le infringen los poderosos de este mundo. Ahí está Dios mismo, hecho un hombre, empleando todo su poder para padecer esa muerte ignominiosa y violenta.

Mientras fuera está la multitud, “de fiesta”, en un oscuro rincón del planeta, escondido en un piso con los seguidores que le quedan, Jesús, el enviado por Dios, el “Hijo de Dios”, Dios mismo hecho ser humano porque sí, porque ha querido, sabe que ha llegado el momento definitivo de amar como el Padre, totalmente y con todas las consecuencias. El momento de hacer presente y real en medio de los hombres el mismísimo amor del Padre. Entonces “los amó hasta el fin” (Jn 13,1), hasta las últimas consecuencias, hasta la muerte. Y les da a sus discípulos, por adelantado, un “signo”, para que comprendan más adelante lo que está a punto de hacer al día siguiente, esa misma noche. Se convierte en criado, en esclavo, y actúa como un esclavo. Él es el Maestro (“¡superior a Moisés!”), y nada menos que el Señor. No un señor, sino el Señor, con la misma categoría que su Padre. Porque en Él está Dios mismo rebajándose, haciéndose un esclavo, como aquellos de Egipto, limpiando los pies a los pobres ignorantes que no entienden lo que ocurre.

Jesús “enseña” a amar a sus “discípulos”, a los que quieren ser como Él. Cuando descubres a Dios arrodillado ante ti, lavándote los pies; cuando descubres en el Crucificado a Dios mismo amándote sin condiciones, “hasta el fin”, y amando así a todos los “crucificados” de este mundo, entonces descubres el amor de Dios en ti mismo, ya no sólo amándole a él, sino amando a los otros, “los unos a los otros”. Primero a los que están a tu lado, a los que también se saben amados. Después a los otros, a los que no saben nada de este amor. También a los que no son amados por nadie. Te sientes interpelado a amar a los enemigos, a los que ni siquiera te quieren amar. Te conviertes en “cristiano”, en “Cristo-para-los-otros”. Con todas tus limitaciones. “Todo el mundo conocerá que sois mis discípulos” (Jn 13,35). Todo el mundo podrá reconocer en nuestro amor a nuestro Maestro y Señor, al Dios que se arrodilla, les lava los pies y por ellos se entrega a la muerte. Con todas nuestras limitaciones.

5. Memoria, proclamación, transformación, esperanza

Jesús dejó otro gesto, mucho más recordado y repetido por los cristianos, para anticipar el significado de su entrega. Pablo nos transmite la tradición que ha recibido y que se remonta al mismo Jesús. El pan y el vino de la Pascua judía que en manos de Jesús, que anticipa así su entrega, adquieren un nuevo significado: “el Dios que sacó a Israel de Egipto” será ahora “el Dios crucificado en Jesucristo” y “el Dios que resucitó a Jesucristo de entre los muertos”. Las dos caras de la misma moneda. Asunción del dolor y de la muerte de los seres humanos, como camino para otorgar a los seres humanos la vida plena, la vida de calidad, la vida eterna.

La Santa Cena es memoria constante y permanente de Jesús, en cumplimiento de su voluntad. Es proclamación, testimonio elocuente ante los hombres de la decisión de Jesús de seguir su camino hasta el final. Es “eucaristía”, un acto nuestro en agradecimiento a Dios y a lo que hizo “en favor nuestro”. Es signo de la alianza nueva y renovada entre Dios y los hombres, una manera nueva de relación, en la que los términos se han invertido y Dios es el débil y el que sirve, abriéndonos así el camino para transformar las relaciones humanas, para realizar el Reinado de Dios y de los pobres, los mansos, los humildes, los sufrientes, los pacificadores. El Reinado de Dios para quienes son como niños, en el que el Rey es servidor, y los últimos primeros.

Por eso la Santa Cena es también apertura de futuro, fundamento de la esperanza en el retorno de Jesucristo, del Dios hecho Hombre, y de la nueva vida de los hombres y mujeres, para siempre, en comunión con Dios, en unos nuevos cielos y nueva tierra en los que reine la justicia.

6. ¿Qué hacemos aquí?

Lo que hacemos aquí tiene que ver con la grandeza que el ser humano experimenta desde sus orígenes. Con su capacidad de crear: arte, música, útiles, máquinas, cultura. De crear relaciones, como redes cada vez más complejas: desde la pareja, pasando por las familias, clanes, tribus, hasta la ciudad, la civilización, la “aldea global”. Soñamos la utopía, el mundo perfecto, la casa para todos.

Pero lo que hacemos aquí tiene que ver también con la experiencia humana de la contradicción, con la conciencia de nuestra naturaleza limitada y débil, del dolor, la enfermedad y la muerte. Con la conciencia del sufrimiento provocado por el mismo ser humano: ruptura, desamor, odio y envidia, apetito incontrolado, con tanto instinto “animal” y con tanto deseo aparentemente “espiritual” que en realidad se interpone entre el hombre y los demás, y entre el hombre y Dios.

Lo que hacemos aquí tiene que ver con la búsqueda de sentido. ¿Qué somos? ¿Qué soy yo? ¿Quién soy yo? ¿Para qué soy yo? Preguntas que están en el fondo de cada uno de nosotros impulsándonos a vivir por encima de lo biológico, a buscar una vida verdaderamente humana, “satisfactoria”, “de calidad”, “eterna”, que valga la pena vivirla para siempre. Preguntas que se nos echan encima como un golpe cuando experimentamos dolor, frustración, sufrimiento, vacío, “vanidad”, ausencia de sentido. Mientras otros se lo pasan bien, cuando no son esos otros quienes provocan nuestro sufrimiento sin sentido.

Nos gustaría saltar los capítulos del Evangelio que hablan de la muerte, pasar por encima del tiempo. Saltar del Jueves Santo al Domingo de Pascua. Eliminar de un plumazo todo lo que tiene que ver con el dolor, con el sufrimiento, con el mal, con la muerte. En el evangelio tanto como en la vida.

Pero nosotros estamos aquí precisamente para recordar una muerte, la de Jesús de Nazaret. Y para proclamar que en este hecho insignificante, acontecido en una remota capital de provincias, en los tiempos remotos del Imperio Romano, mientras en el resto del mundo la gente continuaba divirtiéndose o simplemente viviendo, o sobreviviendo, se estaba jugando el destino, la vida y el sentido de cada hombre y cada mujer y de toda la humanidad. Porque ahí, en ese hombre, estaba Dios.

Estamos aquí, ahora, obedeciendo a Cristo, que nos invita a imitarle. No sólo en unos gestos externos, sino en su misión de servicio a los hombres y mujeres. 

Estamos aquí, ahora, para que Cristo se haga presente en nosotros, haciéndonos experimentar el amor que Dios nos tiene, en todas las alegrías de la vida, pero también en el dolor, en la tristeza, en la enfermedad y en la muerte.

Estamos aquí, ahora, para que Cristo se haga presente en medio de nosotros. No sólo en nuestros gestos y ritos o en nuestras palabras, sino, sobre todo, en nuestro amor mutuo, en nuestro amarnos “como él nos ha amado”, como fruto del amor con el que Él nos ha amado primero.

Estamos aquí, ahora, para que Cristo se haga presente por medio de nosotros. No como una entidad religiosa, sino como verdadera “iglesia”, pequeña comunidad de hombres y mujeres convocados por Jesucristo para ser amadores hasta la muerte, cada uno de sus prójimos y de los prójimos de los prójimos. Y de los enemigos.

Estamos aquí, ahora, para que todo el mundo pueda reconocernos como discípulos de Cristo, y puede reconocer el amor de Jesucristo en nuestro amor, y, en nuestro pequeño servicio, al Dios inmenso que se entrega como un esclavo al servicio de cada ser humano.

Estamos aquí, ahora, para que cuando hagamos memoria de Jesucristo en su camino hacia la cruz, todos puedan contemplar la verdadera gloria de nuestro Dios, el Dios crucificado. Por amor.

AMÉN

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