Ve Y Di A Mis Hermanos

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1. Muerto y enterrado

Padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado”. Jesús estaba muerto, y bien muerto. La mayoría de vosotros ya sabréis lo que significa perder a alguien a quien queréis. A quien queréis mucho. Lo que ya es más difícil es que hayáis experimentado que os quiten a alguien. Violentamente.

A los discípulos y discípulas nos habían quitado a Jesús. Habíamos estado tres años con él. Habíamos compartido con él la vida y la mesa, y el pan y el vino de las fiestas. Habíamos caminado con él por Galilea, y nos habíamos sentado junto a él para escuchar sus palabras acerca de Dios y de su Reinado para los pobres y los mansos. Lo habíamos visto dar la salud a los enfermos y liberar a los poseídos por el mal.

Aunque no lo entendiéramos del todo, habíamos creído en él y en su mensaje. Habíamos creído en él. Lo habíamos visto como alguien que venía de Dios, como “un profeta poderoso en hechos y palabras delante de Dios y de todo el pueblo” (Lc 24,19). Incluso habíamos tenido la esperanza “de que fuese él el libertador de Israel” (Lc 24,21). Hacía apenas una semana que habíamos comenzado a ver cumplidas nuestras esperanzas, cuando pudimos gozar del espectáculo de la entrada de Jesús en Jerusalem. Eso había sido el domingo anterior.

Después los acontecimientos se habían atropellado. Jesús quiso tomar posesión del templo echando a los cambistas, pero no le siguieron. Jerusalem no había aceptado verdaderamente a Jesús. Los sacerdotes no lo aceptaron, y volvieron al pueblo en su contra. El jueves por la noche, después de celebrar la pascua, con aquello tan extraño que dijo de su cuerpo y de su sangre y de una nueva alianza, lo detuvieron cuando estaba orando en Getsemaní, y nos lo quitaron.

Aquello no fue un juicio de verdad. Estaba todo decidido y amañado, y los sacerdotes no pararon hasta conseguir del gobernador la condena a muerte. Amotinaron al pueblo para que forzara su ejecución en la cruz. La noche antes estaba cenando con nosotros, y a las nueve de la mañana lo habían clavado ya en lo alto de aquel monte. Lo habían torturado antes, así que apenas duró seis horas.

Con la puesta del sol tenía que comenzar la fiesta solemne de la pascua. Ese año, además, era shabat. Si no queríamos que se quedara allá clavado más de un día, o que los soldados lo echaran a los perros, había que sepultarlo esa misma tarde. A toda prisa lo bajamos y las mujeres lo ungieron con lo que tenían a mano en ese momento. José de Arimatea, que no se había atrevido hasta entonces a dar la cara como discípulo de Jesús, pidió su cuerpo al gobernador y lo enterró rápidamente en un sepulcro de su propiedad que estaba cerca.

2. Dejadnos llorar a gusto

Nosotros nos habíamos escondido. Estábamos destrozados por lo que le había sucedido a Jesús, pero creo que en aquellos momentos era el miedo lo que nos dominaba. Sólo uno de nosotros se atrevió a acompañar a su madre y a otras mujeres para que se acercaran a la cruz. Todo se había acabado. Tres años de sueños, ilusiones, esperanzas. Siempre sorprendidos por Jesús, por lo que decía y por cómo lo decía. Por lo que hacía y por cómo lo hacía. Nos quería. Nos amaba. Parecía como si fuera verdad que quería a todos. Cualquiera podía entrar en el grupo, y ser su amigo. Ellos no le perdonaron que aceptara a los publicanos, a las prostitutas y a los pecadores, y que no insistiera en el cumplimiento de la ley. ¡Y su manera de hablar de Dios! “Mi papá”, le llamaba. Y nos enseñaba a confiar en Dios como si fuéramos niños. Le acusaron de blasfemia.

Él había vivido así. Pero murió “abandonado por Dios”. Y nos dejó abandonados a nosotros. Sin él. Sin Dios. Y sin el Reino que esperábamos. Ahora vendrían a por nosotros, y nos matarían como a él. Lo habíamos dejado todo por él y por lo que él decía, y hacía y enseñaba. Pero lo que sucedió nadie lo esperaba. No tomamos en serio sus advertencias. Estábamos dispuestos a todo, a luchar y a matar por el Reino, pero no a que lo mataran. Y nos hundimos.

Lo único que queríamos era llorar. Por él y por nosotros. Sobre todo por nosotros. Sin él, se nos había acabado todo. Se nos había acabado la vida.

El domingo por la mañana, ya de madrugada, las mujeres se fueron a la tumba. Querían aprovechar los primeros rayos de sol para poder trabajar. Tenían que retirar los lienzos con los que lo envolvieron apresuradamente, y ungirlo bien, para que el cadáver se descompusiera debidamente, y después volverlo a amortajar. Se marcharon y nos dejaron a los hombres escondidos. Sólo queríamos llorar, sin que ellas nos vieran.

3. ¿Qué ha pasado aquí?

Al cabo de un rato María Magdalena vino corriendo, desencajada, contando que alguien había quitado la gran piedra que cerraba la entrada al sepulcro y que había desaparecido el cadáver de la tumba, y no sabían dónde lo habían llevado. Nunca le habíamos hecho mucho caso, después de que Jesús la curara expulsando de ella los demonios que la dominaban. Pero ahora se trataba de Jesús. De nuestro Jesús.

Pedro salió corriendo, con el otro discípulo, seguidos por María, que estaba totalmente alterada. No tardaron mucho en volver, aunque María se quedó allí llorando junto a la tumba.

No se entendía mucho lo que contaban. Efectivamente, alguien había arrastrado la piedra que hacía de puerta del sepulcro, y cuando el discípulo que acompañaba a Pedro llegó el primero se asomó y vio las vendas encima de la piedra, que estaba vacía. Llegó entonces Pedro y entró, y comprobó que las vendas las había dejado alguien enrolladas, y aparte habían dejado el sudario con el que habían sujetado la boca de Jesús.

Cuando volvieron, el discípulo que había ido con Pedro venía como loco, diciendo que teníamos que hacer caso de lo que Jesús nos había estado enseñando. Que teníamos que creer en las palabras de Jesús. Que teníamos que creer en Dios como Jesús decía. Pero ni él mismo sabía qué era realmente lo que teníamos que creer. Creer, sí. Creer en Dios, sí. Pero ¿qué? ¿Qué podíamos creer? ¿Qué podíamos esperar, si habían matado a Jesús? Sólo teníamos ganas de llorar. Por Jesús. Pero, sobre todo, por nosotros mismos.

4. Un cadáver para llorar

Como María, que se había quedado allí, enloquecida de dolor. Jesús le había dado la vida. Ella había amado a Jesús, porque se había sentido amada por Jesús como nadie la había amado nunca. Necesitaba encontrar el cadáver para poder llorar, para despedirse de él, de sus recuerdos. Pero poco a poco. Aunque nunca más pudiera volver a reír. Aunque ya no pudiera vivir, sin Jesús.

Después María nos lo contó todo con detalle, lo de los ángeles y todo eso. Ella no podía dejar de llorar, ni siquiera en medio de aquella experiencia. Sólo quería encontrar el cadáver, para tocarlo por última vez, para despedirse de Jesús.

5. Mis ovejas conocen mi voz

Después fue cuando sucedió. Llorando como estaba, María consiguió dejar de mirar a la tumba. Cuando fue capaz de apartar la cabeza y miró hacia otro lado, vio que había alguien junto a ella. Pero tenía los ojos empapados de lágrimas, y los sollozos le impedían escuchar. Oyó que aquel hombre le preguntaba por el motivo de su llanto, creyó que era el hortelano, y sólo acertó a repetir la idea que le martilleaba en la cabeza: “Dime dónde lo has puesto, para que yo vaya a buscarlo” (Jn 20,15).

Él la llamó por su nombre: “¡María!”, y fue entonces cuando ella lo reconoció. Tal como él nos lo había dicho: “El pastor llama a cada oveja por su nombre y las ovejas reconocen su voz, porque va delante de ellas, y las ovejas le siguen porque reconocen su voz” (Jn 10,3-5) “Como mi Padre me conoce y yo conozco a mi Padre, así conozco a mis ovejas y ellas me conocen a mí” (Jn 10,14-15).

María reconoció a Jesús. Vivo. Su Maestro, a quien tanto había amado, quien tanto la había amado a ella, estaba vivo. Delante de ella. No pudo más, y se le echó encima. No quería comprobar nada. Ni siquiera tenía tiempo para creer. Sólo quería abrazarlo.

6. Suéltame, ve y di

Jesús le pidió que la soltara. Le dijo aquello que en aquel momento María no pudo entender del todo, ni nosotros cuando fue capaz de contárnoslo. Ni siquiera ahora somos capaces de comprender todo el significado de sus palabras: “Todavía no he ido a reunirme con mi Padre” (Jn 20,17). Pero María sí entendió el encargo de Jesús. Aquello tenía sentido. Era necesario que viniera a contárnoslo. No podía guardarse la alegría para ella sola. Necesitábamos saber que Jesús estaba vivo. Ya habría tiempo para las explicaciones. Ahora bastaba con saber que Dios no había abandonado a Jesús. Más aún, que todo había sido obra de Dios.

El encargo de María tenía una segunda parte. No sólo tenía que decirnos que Jesús estaba vivo. Nos dijo que Jesús iba a reunirse con Dios, en su majestad. Aquello ya estaba por encima de nuestras expectativas, jamás podíamos haber esperado nada semejante. Pero había algo más grande.

Él había sido quien nos había llamado y nos había convertido en sus seguidores, en sus discípulos, en sus colaboradores. La última noche, antes de que lo cogieran, cuando nos habló de amarnos como él nos amaba, nos había dicho: “No hay amor más grande que el que a uno le lleva a dar la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; os llamo amigos, porque os he dado a conocer todo lo que mi Padre me ha dicho. Vosotros no me escogisteis a mí, sino que yo os he escogido a vosotros” (Jn 15,13-16). Esa noche nos había tratado como a sus amigos más íntimos y más queridos.

Pero cuando habló con María nos llamó “hermanos”: “Ve y di a mis hermanos que voy a reunirme con el que es mi Padre y vuestro Padre, mi Dios y vuestro Dios” (Jn 20,17).

7. El Espíritu que hace comprender

Más tarde, cuando recibimos el Espíritu, nos fue haciendo comprender, cada vez más, el significado de lo que había ocurrido aquellos días con Jesús. El Espíritu nos abrió los ojos y el corazón para empezar a hacernos a la idea de lo que había pasado, y nos hizo recordar, con una mente y un corazón nuevos, las palabras de Jesús: “Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas” (Jn 10,11) Y después: “Yo soy el buen pastor. Yo doy mi vida por las ovejas” (Jn 10,14-15).  “El Padre me ama porque yo doy mi vida para volverla a recibir. Nadie me quita la vida, sino que la doy por mi propia voluntad. Tengo el derecho de darla y de volverla a recibir. Esto es lo que me ordenó mi Padre” (Jn 10,17-18).

Pero no lo pudimos entender hasta mucho tiempo después, cuando el Espíritu nos fue conduciendo a la verdad.

Todo aquello ocurrió el primer día de la semana. Como cuando Dios comenzó la creación de los cielos y la tierra. Aquel día, al resucitar a su Hijo de entre los muertos, Dios estaba comenzando una nueva creación. Empezando por Jesús y siguiendo por sus discípulos, hasta alcanzar a todos los hombres y mujeres, y su mundo. Hasta transformar toda la creación.

Comprendimos que en Jesús, por la obra del Espíritu Santo, se había hecho carne la Palabra de Dios que había creado los mundos. Comprendimos que Dios mismo, hecho carne en Jesús, había vivido entre nosotros, y que en su vida y en su muerte, lleno de amor y de verdad, habíamos podido contemplar la misericordia y la fidelidad de Dios. Y desde entonces, cuando miramos hacia la cruz, contemplamos a Jesús con toda su gloria, con toda su majestad: En él estaba el Padre dándonos una vida nueva, una vida eterna, la misma vida de Dios.

El Espíritu de Jesús resucitado nos hizo comprender que “Nadie ha visto jamás a Dios; pero el Hijo único, que es Dios y que vive en íntima comunión con el Padre, nos lo ha dado a conocer” (Jn 1,18).

A quienes le recibieron y creyeron en él les concedió el privilegio de llegar a ser hijos de Dios. Y son hijos de Dios, no por la naturaleza ni los deseos humanos, sino porque Dios los ha engendrado” (Jn 1,12-13). En Cristo Resucitado.

¡JESUCRISTO HA RESUCITADO! ¡ALELUYA!

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