Estando Todos Reunidos

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Para la mayoría de los cristianos (y de las iglesias cristianas) en todo el mundo, hoy es un día especial. Se conmemora la efusión del Espíritu Santo sobre los discípulos el día de Pentecostés. Sin embargo, el Espíritu Santo es el gran desconocido. Por supuesto, para los no cristianos entre los que vivimos. Pero también entre nosotros existe una gran confusión en torno a esta “figura” que aparece a lo largo de toda la Biblia. De entrada, hay algunas personas e iglesias que relacionan el Espíritu de Dios con determinados fenómenos y experiencias: el entusiasmo o el éxtasis colectivos, la realización de prodigios más o menos sobrenaturales, la “glosolalia” o el hablar en lenguas extrañas (que a veces dicen que son “angélicas”), y la recepción de visiones o revelaciones especiales pretendidamente venidas de Jesucristo. Y todo esto relacionado con el ejercicio del poder, a veces puro y duro, en el seno de las congregaciones. Además, estos grupos suelen pretender la exclusiva del Espíritu Santo: se supone que ellos tienen el Espíritu [porque creen en la bondad de estos fenómenos y pretenden experimentarlos], y los demás cristianos no. Por lo tanto, los demás cristianos son [somos] sólo medio cristianos, o cristianos imperfectos.

Me temo que estos grupos y personas no se han enterado demasiado de lo que la Biblia nos dice realmente acerca del Espíritu Santo, ni de lo que significó su efusión el día de Pentecostés.

1. La fiesta de Pentecostés

Cuando llegó la fiesta de Pentecostés, todos los creyentes se encontraban reunidos en un mismo lugar” (Hch 2,1). No sólo los apóstoles, ni sólo los que dirigían el grupo. Todos. Los que habían estado con Jesús y lo habían visto resucitado. En el capítulo anterior se nos dice que eran “unas ciento veinte personas”, en números redondos. Pero los números en la Biblia pueden tener también un valor simbólico, y éste lo tiene. Ciento veinte es diez por doce. Diez es el número mínimo entre los judíos para formar una sinagoga y para reunirse en comunidad de oración. Doce eran los patriarcas y las tribus del antiguo Israel. Por tanto, ciento veinte es el número mínimo con el que Jesús resucitado va a restaurar públicamente el “nuevo Israel”, por medio del cual va a comenzar a extenderse, de manera efectiva, el Reinado de Dios que él predicaba.

¿Qué estaban haciendo esas ciento veinte personas en Jerusalem, la fiesta de Pentecostés? En primer lugar, según Lucas, están allí cumpliendo las instrucciones de Jesús, quien les había dicho: “yo enviaré sobre vosotros lo que mi Padre prometió”. Y les había pedido que volvieran a la ciudad “hasta que recibáis el poder que viene de Dios” (Lucas 24,49). En segundo lugar, estos primeros cristianos, que estaban “siempre en el templo, alabando a Dios” (24,53), celebraban la fiesta judía de Pentecostés.

¿Qué significaba la fiesta de Pentecostés? En sus orígenes, desde de la entrada en Canaán, habían celebrado ese día la fiesta de la siega, una fiesta campesina en la que el centro del rito consistía en ofrendar a Dios las primicias de la cosecha (leer Lv 23,15-21). Sin embargo, en el transcurso de los siglos, Israel había relacionado esta fiesta con la historia de salvación que había comenzado con la Pascua, y los judíos del tiempo de Jesús celebraban en este día el memorial de la alianza entre Dios y su pueblo, simbolizada en la entrega de la Ley en el Sinaí.

Pues bien, el día de Pentecostés “todos quedaron llenos del Espíritu Santo” (Hch 2,4). No sólo los dirigentes. Tampoco unos cuantos privilegiados. Todos los creyentes que estaban reunidos.

2. El Espíritu en el Antiguo Testamento

Pero cuando Jesús y sus discípulos hablaban del Espíritu Santo quizás no entendían lo mismo que muchos cristianos entienden hoy en día. Me vais a permitir hacer un repaso por el Antiguo Testamento.

El término bíblico ruah, que traducimos al castellano por "espíritu", significa también literalmente “aire”, “viento”, “aliento”, y, por extensión, significa también la “manera de ser”. Dios es “espíritu”, mientras que el ser humano, y todos los seres terrestres somos “carne”, seres materiales, sometidos a las leyes de la física y de la química.

El Espíritu expresa la experiencia del encuentro con Dios. Todas las personalidades bíblicas que destacan sobre las demás, por su fuerza o su inteligencia, están “inspiradas”, es decir, su energía les viene del “aliento” que Dios les ha infundido: Josué, los jueces, Saúl, David y, naturalmente, los profetas. Y, por extensión, todos los autores de las Escrituras.

Pero, en sí mismo, el Espíritu de Dios es el "Espíritu de santidad", es decir, el principio del poder y de la actividad de Dios, la misma vida sobrenatural de Dios. Expresa que Dios es diferente y está por encima de todo lo que ha creado, pero también su condescendencia hacia el mundo y hacia los seres humanos. Dios crea el mundo, y actúa en él, por medio de su Espíritu, es decir, en una relación directa e íntima con su obra. El Espíritu, la vida de Dios, impregna el mundo y le da la vida, de manera que, sin el Espíritu, fuente de la vida, no habría vida en el mundo:

Tú les das, y ellos recogen; abres la mano, y se llenan de lo mejor; si escondes tu rostro, se espantan; si les quitas el aliento, mueren y vuelven a ser polvo. Pero si envías tu aliento de vida, son creados, y así renuevas el aspecto de la tierra” (Sal 104,28-30).

Puesto que Dios es el Dios vivo, el Espíritu de Dios no da al ser humano una vida cualquiera, sino la vida que le hace ser “persona”. El Espíritu de Dios hace al ser humano “capaz de Dios”: le permite encontrarse con Dios, mejor dicho, ser encontrado por Dios y reconocerle, y reconocer su Palabra, y relacionarse con él. Cuando el ser humano no sólo recibe la vida de Dios, sino que “se encuentra con Dios”, se convierte en profeta, en "hombre o mujer del espíritu". En un creyente. Por la acción del Espíritu el profeta “se siente” llamado por Dios, acogido por Él, arropado y enviado. No es una relación má­gica: lo que provoca el Espíritu es el “conocimiento de Dios”, la “experiencia” de Dios, la “simpatía” con Dios, que es quien ha dado el primer paso dándose a conocer.

Muchas veces el profeta experimentará el “silencio de Dios”: le llama, le invoca, le suplica, pero parece que Dios no le responde. También esto es experiencia de Dios y obra del Espíritu. El profeta llega a asumir su encuentro con Dios incluso en el vacío de su propia fe, fiándose del Dios que lo ha conocido y “sabiéndose” (aunque no “se sienta”) amado por Él. Porque el encuentro con el Dios vivo no revela una idea, sino un “esposo”, alguien que ama y quiere ser amado. Es una experiencia “entre dos”, que sólo el pro­feta conoce con certeza y que le da fuerzas para enfrentarse a la ceguera del pueblo y a la dureza de sus reyes (cf. Am 3,3‑8; Jer 20,7).

El profeta Joel había anunciado que un día el Espíritu Santo se iba a derramar sobre jóvenes y muchachas, ancianos y adolescentes, esclavos y esclavas: toda la comunidad humana está llamada a ser una sociedad “profética”, llena del Espíritu de Dios, capaz de relacionarse con Dios (Joel 3,1-2).

3. El Espíritu en Jesús de Nazaret

Este Espíritu de Dios es el que se hace presente en Jesús de Nazaret. Dios mismo haciéndose presente en la pequeñez de un ser humano, nacido de mujer. La misma vida de Dios que le hace nacer como un Hijo de hombre, Hijo de Dios: “El Espíritu Santo se posará sobre ti y el poder del Dios altísimo se posará sobre ti como una nube. Por eso, el niño que va a nacer será llamado Santo e Hijo de Dios” (Lc 1,35).

El Espíritu Santo, que llamaba a los profetas, los llenaba de la fuerza de Dios, y los impulsaba a proclamar su Palabra, es el que viene a Jesús y lo capacita para llevar a cabo su misión como Hijo de Dios, para ser el Profeta de los últimos tiempos, la misma boca de Dios: “Por aquellos días, Jesús salió de Nazaret, en la región de Galilea, y Juan lo bautizó en el Jordán. En el momento en que salía del agua, Jesús vio que el cielo se abría y que el Espíritu bajaba sobre él como una paloma. Y vino una voz del cielo, que decía: ‘Tú eres mi Hijo amado, a quien he elegido’.” (Mc 1,9-11).

Toda la vida y el ministerio de Jesús, el hijo del Hombre, se desarrollará bajo el impulso y con el poder del Espíritu de Dios, para que su palabra sea la Palabra de Dios y para que sus acciones sean las acciones salvadoras del mismo Dios:

Jesús volvió a Galilea lleno del poder del Espíritu Santo, y su fama se extendía por toda la tierra de alrededor […]Un sábado entró en la sinagoga, como era su costumbre, y se puso en pie para leer las Escrituras. Le dieron a leer el libro del profeta Isaías, y al abrirlo encontró el lugar donde estaba escrito: ‘El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha consagrado para llevar la buena noticia a los pobres; me ha enviado a anunciar libertad a los presos y a dar vista a los ciegos; a poner en libertad a los oprimidos; a anunciar el año favorable del Señor’” (Lc 4,14-19).

Jesús caminará durante tres años por los pueblos de Galilea y de Judea, proclamando con la autoridad que le da el Espíritu la buena noticia de que el Reinado de Dios ha llegado. Y sana a los enfermos, y libera a todos los que están esclavizados por el mal, y acoge a los pecadores, a las mujeres, a los niños y a los marginados. Y lo hace por el poder de Dios, como señales de que el Reinado de Dios está llegando ya en su propia persona (Mt 12,28). Y de este modo nos da a conocer que el ser de Dios, la identidad de Dios, su fuerza creadora, su “Espíritu”, es el amor. Dios amando su creación; Dios amando al ser humano, a cada hombre y a cada mujer; Dios creando vidas nuevas, sanadas y liberadas, abiertas a un futuro nuevo que sólo Dios conoce. Este es el Espíritu que mueve a Jesús, y que se enfrenta al espíritu que mueve este mundo, que es el espíritu de la envidia, y de la mentira, y del odio, y de la separación, y de la muerte. El espíritu que se enfrenta al Espíritu Santo y que lleva a Jesús a la muerte.

Sin embargo, cuando Jesús estaba muriendo en la cruz, cuando aparentemente había sido derrotado por los poderosos de este mundo, estaba en realidad consumando la tarea para la que había sido enviado por Dios. Por eso, antes de morir, Jesús le devuelve el Espíritu al Padre que se lo había entregado: “¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu!” (Lc 23,46).

4. El día de Pentecostés

Pero el Espíritu de Dios, el Espíritu creador, el Espíritu de la vida que no puede ser derrotado por la muerte, resucita a Jesús. Lo arranca de la muerte, y lo transforma en una vida nueva, resucitada. Ya no es la vida de Dios hecho hombre en Jesús, sino la vida del hombre Jesús hecho Dios. Vida nueva, resucitada, la misma que Dios ofrece a todos los hombres y mujeres. La nueva creación de Dios que comienza en Jesús Resucitado, y que por Jesús Resucitado, ahora viviendo en el Padre, se ofrece a toda la humanidad. Comenzando por sus discípulos.

De pronto, un gran ruido que venía del cielo, como de un viento fuerte, resonó en toda la casa donde estaban. Y se les aparecieron lenguas como de fuego, repartidas sobre cada uno de ellos” (Hch 2,2-3).

Otra vez Dios. Otra vez Dios actuando. Son los signos que en el Antiguo Testamento acompañan las “teofanías”, las grandes manifestaciones salvadoras y liberadoras de Dios. El “viento”. El signo del Espíritu de Dios. El viento que no se sabe de dónde viene ni a dónde va, la fuerza que arranca los árboles, y mueve las dunas de arena del desierto, y acaba abatiendo los montes. Pero también la brisa suave en la que Elías reconoce la presencia de Dios. Aquí es el viento de tormenta que resuena en el Sinaí y en el que el pueblo reconoce la voz de Dios que establece su alianza.

Y el “fuego”, como el que desciende para abrasar las ofrendas de Abraham y de Elías. Y como en la zarza que arde ante Moisés sin consumirse. Y también como en el monte Sinaí, donde el recién nacido Israel descubre la gloria, la majestad de Dios. Y como en la columna que guía por el desierto al pueblo recién liberado de la esclavitud, que lo ilumina y lo protege de sus enemigos. Fuego que puede destruir, pero también fuego que moldea el hierro y purifica el oro. Como la brasa que purifica los labios de Isaías para que pueda ser mensajero de Dios.

Porque son “lenguas de fuego”. Capacidad para comunicar, para transmitir. Capacidad para hablar y ser entendidos. Por encima de las diferencias de los oyentes: de idioma, de cultura, de experiencias de vida. Capacidad para pronunciar palabras ardientes capaces de inflamar a los oyentes. Palabras que se dirigen al corazón, a lo más profundo de los hombres y las mujeres, para transformarlos desde dentro. Palabras humanas capaces de transmitir la Palabra de Dios. La misma Palabra que creó el universo. La misma Palabra que se entregó a Israel en forma de Ley. La misma Palabra que se hizo carne en Jesucristo. Palabras humanas inflamadas del amor de Dios que ha resucitado a Jesús, y que las capacita para ser palabras creadoras de vida.

Espíritu Santo. Viento y fuego que transforma a los discípulos miedosos en instrumentos de la paz de Dios. Espíritu de vida que hace nacer de nuevo como hijos e hijas de Dios. Que capacita para sembrar amor en el odio, y perdón en la ofensa, y fe en la duda, y alegría en la tristeza, y luz en la oscuridad, y esperanza ante la muerte. Espíritu que capacita para comprender a los diferentes, para llorar con los que lloran y alegrarnos con los que se alegran, para dar y darnos a nosotros mismos, para perdonar como somos perdonados.

5. El comienzo de un mundo nuevo

Pentecostés, la fiesta de la alianza, es la “nueva alianza” que anunció Jeremías. Nacimiento de un nuevo Israel, formado por hombres y mujeres nuevos que, en vez de una ley divina, reciben en su corazón la misma vida de Dios, el amor del Dios que es Amor. “Una familia escogida, un sacerdocio al servicio del Rey, una nación santa, un pueblo adquirido por Dios, destinado a anunciar las obras maravillosas de Dios” (1 Pe 2,9), del Dios del Amor que ha resucitado a Cristo de entre los muertos.

Pentecostés es el comienzo de la creación de un mundo nuevo. La nueva creación que comenzó por la Resurrección de Jesucristo. Que empezó a manifestarse en aquellos discípulos que se lanzaron a la calle a anunciar la resurrección. La nueva creación de una nueva humanidad, que ya no estará separada por diferentes lenguas, y pueblos, y etnias, y religiones. Un nuevo mundo es posible. Para Dios.

Pentecostés es apertura al futuro de Dios. Es valentía para atrevernos a esperar de Dios lo mejor. Es posibilidad de poner humildemente a disposición de Dios lo mejor que él ha puesto en nosotros. Es imaginación para comenzar a crear, para Dios, en el nombre de Dios, con el Espíritu de Dios, una nueva realidad a nuestro alrededor: nuevas relaciones sanadas, nuevas redes de vida plena, “eterna”, de calidad, digna de ser vivida. Vida que viene de Dios a chorros.

El Espíritu Santo vino sobre nosotros el día que conocimos el amor de Dios. ¿Sabéis? Hemos recibido, vosotros y yo, el poder del amor de Dios. Y eso nos convierte a todos, hombres y mujeres, niños, jóvenes y ancianos, en testigos de la resurrección de Jesucristo. En testigos del Dios del amor y del amor de Dios. Pero para que funcione el amor nos hemos de mantener todos reunidos. Sobre todo unidos. En el nombre del Señor.

AMÉN

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