Creemos En Dios

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CREEMOS EN DIOS

1. ¿No hay Dios?

Alguien podría pensar que esto del ateísmo es un invento moderno. Sin embargo, aparece hasta en la Biblia: “Dice el necio en su corazón: No hay Dios” (= “El necio toma una decisión: ¡Dios no existe!”, Sal 14,1). Claro, el salmista no se refiere a los ateos modernos, que pretenden demostrar más o menos científicamente la inexistencia de Dios. Se limita a constatar que, en su tiempo [como en todos los tiempos] hay “ateos prácticos”, personas que viven como si Dios no existiera, porque no les interesa que exista. “En su corazón”, en lo más profundo de sí mismos deciden vivir así, sin Dios, sin preocuparse de Dios, porque no les interesa. En realidad no niegan la realidad de un ser divino, pero no les preocupa en absoluto. Para ellos, dios, o los dioses, están muy lejos, y no se ocupan de la vida de los seres humanos. O creen que los dioses son malos e inmorales, y es mejor que no se ocupen de nosotros. O son demasiado exigentes, y entonces es mejor no tratar con ellos.

No hay ateos en la Biblia como los modernos. Podemos citar a algunos personajes que, aunque no sean muy conocidos por la mayoría, han influido decisivamente en el pensamiento normal de la gente de nuestros días. Feuerbach (1804-1872) dice que Dios es una proyección humana: como no conseguimos ser perfectos, como quisiéramos, nos inventamos un dios perfecto. Para Marx (1818-1883), “la religión es el suspiro de la criatura oprimida, el corazón de un mundo sin corazón […] Es el opio del pueblo”. Esta última frase, que él ha hecho famosa, no se la inventó él, sino un pastor luterano. Por el contrario, Nietzsche (1844-1900) ataca directamente el cristianismo, afirmando que es precisamente una religión de la compasión, que ataca el vigor de la vida e impide el desarrollo de un tipo superior de hombre, del “superhombre”. Por último, Freud (1856-1939) es el que carga más duramente contra la religión, que para él es un engaño y una ilusión, una defensa y un impedimento para aceptar la realidad.

Estas personas estaban convencidas de que “dios” es un invento humano, y, por unos motivos u otros, perjudicial para los seres humanos. Según ellos, había que acabar con los dioses y con las religiones, y de esta manera liberar a la humanidad para que pudiera vivir de una manera más justa y más digna. Pero cuando aparecieron otros personajes (como Hitler y Mussolini, Lenin y Stalin, Mao Zedong y otros, que llegan hasta nuestros días) intentaron poner en práctica las ideas de estas personas, que teóricamente iban a salvar a la humanidad de la opresión religiosa y de su injusticia, acabaron poniéndose ellos, sus ideas, sus gobiernos y sus políticas en el lugar de Dios, y creando idolatrías que atropellaban la dignidad de las personas, y que dejaron pequeñas las maldades que habían atribuido a la religión.

Uno de los grandes pensadores del siglo XX, el austríaco Wittgenstein, dijo que de lo que no conocemos es mejor no hablar. La consecuencia parece obvia. Es así que no conocemos a Dios, luego no podemos hablar de Dios. Sin embargo, los creyentes cuestionamos este razonamiento. ¿Realmente no podemos hablar de Dios? ¿Es verdad que no conocemos a Dios?

2. La experiencia del misterio

En el tiempo de la Biblia no se discute la realidad de los seres divinos, dioses, ángeles, seres superiores que gobiernan el mundo. Los antropólogos creen demostrado que, prácticamente desde que existe el ser humano sobre la tierra, existe el sentimiento religioso, la experiencia del misterio, el terror o el asombro ante todo aquello que le supera, aquello que le fascina o aquello a lo que teme. Desde el animismo, la creencia de que todo lo que existe tiene un “alma divina”, pasando por el panteísmo, que cree que “todo es dios”, hasta el paganismo, que ve como dioses las fuerzas de la naturaleza, el sentimiento religioso ha adoptado muchas formas a lo largo de la historia y en todos los lugares de la tierra.

También en la Biblia encontramos huellas de estas experiencias. Israel vivía en medio de pueblos que creían en la existencia de muchos dioses, tantos como fenómenos naturales, y a veces los israelitas creyeron que su Dios era sólo uno más entre todos los demás dioses. O se lo imaginaron como uno de ellos, un dios de la naturaleza, cuya tarea era procurar que este mundo se mantuviera funcionando. Algo de eso queda plasmado en el salmo 29, que hemos leído: Dios hace oír su voz, el trueno, sobre el mar [el símbolo de la destrucción], y manifiesta su poder en la tormenta eléctrica que arrasa los bosques, y en el viento que desgaja hasta los enormes cedros del Líbano.

Son restos de la religión natural, que a veces identifica a los dioses de la naturaleza con el Dios creador de todo lo que existe. Por debajo de estos planteamientos hay una concepción primitiva y limitada del mundo, que se experimenta como muy pequeño. Una concepción del mundo en la que se desconoce la existencia de las fuerzas de la naturaleza, por lo que Dios tiene que intervenir, directamente o por medio de otros dioses inferiores, para hacer que llueva o deje de llover, para que sople el viento de un lado a otro, o para que se muevan el sol, la luna y las estrellas. Sin embargo, aun con esta visión tan limitada del mundo, el espectáculo de la naturaleza y de sus fenómenos son vistos como una manifestación del poder y de la gloria de Dios. Y también como una garantía para la vida de los hombres y las mujeres. Si Dios es el “Rey del universo”, que hace que todo funcione de manera ordenada, también pondrá orden en el mundo de los seres humanos: “El Señor bendice a su pueblo con la paz” (Sal 29,11). Es el Shalom, la paz que es expresión de la justicia.

3. El Dios que se revela

Pero el Dios de la Biblia es mucho más que el Dios de la naturaleza. Es el Dios que se revela, que se da a conocer a los hombres y mujeres con obras y con palabras. Más aún, es el Dios que libera a Israel del poder del faraón, aquel rey tan poderoso que se creía a sí mismo un dios y que gobernaba a sus súbditos como si lo fuera, oprimiendo a los hombres y mujeres, a los que de verdad han sido creados a imagen de Dios.

El Dios de la Biblia es el que “ve” el sufrimiento de su pueblo esclavizado, el que “oye” sus quejas, y “sabe” cuanto sufren; es el que “baja” para salvarlos, para “sacarlos” de la esclavitud y “llevarlos” a una tierra buena donde vivir. Es el que les da una ley para que aprendan a vivir en libertad, y el que hace con ellos un pacto: “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo”.

El Dios de la Biblia es el libertador. El salvador. El que quiere la felicidad de sus criaturas, y por eso les ofrece liberarlos y salvarlos de todo lo que se opone a su felicidad. También de ellos mismos. De sus decisiones equivocadas. De su mal comportamiento. De su pecado. Y de las consecuencias de su pecado.

El Dios de la Biblia es el Dios que se relaciona con los hombres y mujeres. Es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob. El Dios de Moisés, de Samuel y de David. El Dios de los profetas. A lo largo de toda la Biblia vemos a Dios mostrarse a favor de los seres humanos. Pero Dios no actúa nunca solo, ni directamente en los acontecimientos humanos. Él busca, elige, prepara, capacita y envía a hombres y mujeres, haciendo de ellos sus colaboradores, para que hablen y actúen en su nombre.

Y por medio de los profetas, que hablan y actúan en nombre de Dios, él se va acercando cada vez más a la vida de los seres humanos, dándose a conocer, mostrándose tal y como es. Poniéndose a la altura humana, a nuestra altura, adaptándose a nuestras limitaciones, a nuestro lenguaje, a nuestra manera de pensar y a nuestra capacidad para entender. Preparando el momento previsto por él en que un pequeño grupo de hombres y mujeres fueran capaces de conocerlo.

4. El Dios que se hace hombre

Porque el Dios de la Biblia es sobre todo el Dios de Jesús de Nazaret. Es el Dios que “tanto amó al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo aquel que cree en él no muera, sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16). Es el Dios que amó tanto al mundo, que se metió en él. Que amó tanto a los hombres y mujeres, que quiso nacer como un hijo, como un niño, como son todos los seres humanos cuando nacen. El Dios creador de cuanto existe quiere ser un niño, pequeño, débil, que depende para vivir de los demás. Los poderosos de este mundo quieren ser dioses para oprimir a los pequeños y a los débiles. El Dios de la Biblia se hace un niño pequeño y débil para salvarnos de todos los poderes que no nos permiten alcanzar la felicidad para la que Dios nos ha creado.

El Dios de la Biblia se hace Jesús de Nazaret. Un don nadie. Un perfecto desconocido. Como casi todo el mundo. Alguien que tiene que trabajar para ganarse la vida, y que tiene una vida por delante para hacer con ella lo que quiera. Pero es alguien que conoce a Dios. Al Dios de la Biblia. Y que sabe que Dios es Padre. Y que lo reconoce como “su” Padre. Y que lo trata como su Padre. Y que quiere lo que quiere su Padre.

Y lo que Jesús quiere es dar a conocer a Dios. Y dar a conocer de una vez lo que Dios quiere desde siempre. Y lo que Dios quiere desde siempre es nuestra vida, y nuestra felicidad, y nuestra plenitud. Y que entendamos que nuestra vida, y nuestra felicidad, y nuestra plenitud, sólo podremos encontrarlas en él, en Dios. Jesús lo llama “el Reinado de Dios”. Es un mundo nuevo para los pobres y para los perseguidos por hacer lo que es justo, el consuelo para los que sufren, la herencia de los humildes, la justicia realizada para los que buscan la justicia como el pan y el agua, el sentido de los que actúan con actitudes limpias, el Padre de los que trabajan por la paz.

Lo que Jesús quiere es dar a conocer a Dios. Y Dios se da a conocer en Jesús. En Jesús predicando un mensaje nuevo. En Jesús haciendo ver a los ciegos y andar a los cojos. En Jesús limpiando a los leprosos, sanando a los enfermos y liberando a los poseídos por el mal. En Jesús acogiendo a los marginados, a las mujeres, a los niños, y a los pecadores. Dios se da a conocer en Jesús entregándose a la muerte que han preparado para él los poderosos de este mundo, que no han reconocido a Dios en Jesús. El Dios poderoso, creador de cuanto existe, se da a conocer en la pequeñez de un hombre que entrega su vida por amor. Por amor a Dios, su Padre. Por amor a los hombres y mujeres, a quienes su Padre ama. Y por haber amado, muere clavado a una cruz, perdonando a los que lo están matando.

5. El Dios que se hace Padre

Nadie ha visto jamás a Dios; el Hijo único, que es Dios y que vive en íntima comunión con el Padre, nos lo ha dado a conocer” (Jn 1,18).

El Dios de la Biblia es el Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo. Pero nuestro Señor Jesucristo nos ha dado a conocer que el Dios de la Biblia es también el Dios que quiere, que ha querido siempre, ser nuestro Padre. Dios quiere que le dejemos ser nuestro Padre, y amarnos como nuestro verdadero Padre. Y quiere hacer de nosotros sus hijos. Nosotros, que no somos dioses, que somos sólo criaturas débiles e imperfectas, bastante torpes y a veces malas. Nosotros, que por mucho que queramos, jamás podremos ser como Dios. Nosotros, que no podemos presentar ante Dios ningún derecho, y que nunca podremos merecer ante Dios ningún premio. Dios quiere que nosotros, vosotros y yo, seamos sus hijos. Como Jesús, que es su Hijo. Gracias a Jesús y a lo que Jesús ha hecho por nosotros. Unidos a Jesús, nuestro hermano, que al ser resucitado de entre los muertos por el poder del amor de Dios nos abre a nosotros una vida nueva, la vida de hijos de Dios.

Lo que no forma parte de nuestra naturaleza, lo que nunca podremos llegar a ser por nosotros mismos, lo que no podemos pretender como un derecho, y lo que jamás mereceremos, Dios nos lo ofrece. Por pura gracia, gratis, gratuitamente. Sólo hay que creérselo. Sólo hay que creer en Jesús, en lo que Jesús decía y hacía. Sólo hay que aceptar la entrega total de Jesús en la cruz. Y dejarnos resucitar con él.

El Dios de la Biblia, el Dios Padre de nuestro Señor Jesucristo, el Dios que es eternamente Padre, es el Dios que se hace Padre nuestro. No es obra nuestra. Es la voluntad de Dios. Y la acción de Dios. Y Dios actúa como él es, por medio de su Espíritu, por el poder de su amor. Entre los seres humanos, entre nosotros y en nosotros, Dios actúa por medio de su Espíritu que, como el viento, “sopla donde quiere y, aunque oyes su sonido, no sabes de dónde viene ni a dónde va” (Jn 3, 8). El Espíritu que hizo nacer a Jesús, que llenó a Jesús y lo capacitó y lo empujó a cumplir su misión, que resucitó a Jesús de entre los muertos, es el que entra dentro de nosotros, en nuestro corazón, en lo más profundo de nosotros, y nos hace nacer de nuevo, a una vida nueva, una vida distinta, la vida de las hijas y los hijos de Dios, hermanos de Jesucristo, nuestro hermano.

El Dios de la Biblia, hecho Espíritu, “aire”, “manera de ser”, nos une a Jesucristo para que podamos ser verdaderos hijos de Dios. Libres, como Jesús. Sin miedo a nadie, ni a la muerte, como Jesús. Unidos al Padre, como Jesús. Capaces de amar a Dios, porque él nos ha amado primero, y nos ha enseñado a amar, y nos llena de amor hasta que no nos quepa dentro, y salga hacia fuera, y alcance a todos los que nos rodean, que también son amados por Dios, y destinados por él a ser sus hijos. Ellos y nosotros, y todos los hombres y mujeres, amados eternamente por Dios, estamos llamados a “heredar” la herencia de Jesucristo: la vida de los hijos y las hijas de Dios, en la familia de Dios, para siempre.

6. Creemos en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo

Nosotros creemos en el Dios de la Biblia. El Dios que es uno, aunque se nos presente como tres personas. Creemos en Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo. Aquí no hay mucho que entender. Dios no nos pide que entendamos, sino que nos dejemos amar, y que le amemos. Y que nos amemos unos a otros como él, y su Hijo Jesucristo, nos aman. Y que amemos a nuestros enemigos, como Dios nos amó cuando aún no lo amábamos nosotros.

¿No conocemos a Dios? Nosotros hemos conocido al Dios de la Biblia, porque Jesús nos lo ha dado a conocer. ¿Qué no podemos hablar de Dios? ¿Cómo no vamos a hablar de él? ¡Si Dios es la mejor noticia que puede recibir un ser humano! También aquellos que no creen que pueda haber Dios. Pero no podrán creer si nadie va a decírselo.

Entonces oí la voz del Señor, que decía: ‘¿A quién voy a enviar? ¿Quién será nuestro mensajero?’ Yo respondí: ‘Aquí estoy, envíame a mí’.” (Is 6,8).

Gloria al Padre, al Hijo, y al Espíritu Santo, por toda la eternidad. AMÉN.

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