APARICIÓN A LOS DISCIPULOS

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APARICIÓN DE CRISTO A DIEZ DISCÍPULOS ()
Ahora la escena cambia a la noche de aquel mismo día de resurrección (para una explicación de la importancia del primer día de la semana se habían reunido en algún lugar no especificado (posiblemente en el aposento alto de Jerusalén, escena de la Santa Cena) y las puertas estaban cerradas (el verbo griego también puede significar "aseguradas"). Los discípulos estaban allí por miedo de los judíos, esperando que en cualquier momento entrara la guardia del templo para acabar con todo este movimiento. Las autoridades habían ejecutado a su maestro y no era irracional que ellos temieran ser los siguientes.
De pronto, ocurrió algo mucho más sorprendente que la llegada de la policía del templo: Vino Jesús, y se puso en medio de ellos. Las puertas aseguradas no lo detuvieron; su cuerpo glorificado por la resurrección pasaba fácilmente a través de las paredes. Las palabras "Paz a vosotros" () pretendían calmar y dar tranquilidad a los discípulos aterrorizados, pues creían estar viendo un fantasma (; cp. ). Tales palabras también complementaban las de la cruz ("Consumado es" [] ) porque su obra en la cruz trajo paz entre Dios y su pueblo (; ) Jesús les mostró las manos y el costado para tranqui­lizarlos con que de verdad era Él. Lucas registra que les dijo: "Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo" (). Cuando al fin lo reconocieron, los discípulos se regocijaron viendo al Señor; pero no antes de que les ofreciera una prueba definitiva de que no era un espíritu al comer un pez asado ().
Cuando los discípulos finalmente se convencieron de que había resucitado, el Señor procedió a darles instrucciones y prometerles poder. En un avance de la Gran Comisión que después les daría en Galilea (), Jesús dio un encargo a los discípulos: "Como me envió el Padre, así también yo os envío" (). Habiendo comisionado formalmente a los discípulos, Cristo ceremonialmente les dio poder con la promesa del poder real que habrían de recibir en Pentecostés, cuarenta días después (). Como símbolo de esa realidad futura, sopló, y les dijo: "Recibid el Espíritu Santo". Este acto fue puramente simbólico y profético, recordaba las lecciones vívidas empleadas con frecuencia por los profetas del Antiguo Testamento para ilustrar sus mensajes (; ; ). En otras palabras, Cristo por medio de este soplo no impartió literal ni realmente el Espíritu en ellos; más bien, declaró de modo visible lo que les ocurriría en Pentecostés.
Diez de los doce apóstoles originales estaban presentes. Judas murió por su propia mano traicionera (). Tomás era el único de los restantes que no estaba presente. Por supuesto, estos discípulos ya estaban regenerados (). Luego, el hecho de que aún estuvieran esperando recibir el Espíritu Santo indica que la relación del Espíritu con los creyentes individuales durante el nuevo pacto es muy diferente a la de su ministerio en el Antiguo Testamento. Bajo el nuevo pacto, el Espíritu Santo mora (), da poder () y dones () a cada creyente de manera permanente. Bajo el pacto antiguo, el ministerio del Espíritu Santo con los santos individuales no era tan personal ni prominente. Las acciones de Jesús señalaban aquí el derramamiento del Espíritu Santo que estaba a punto de ocurrir, completando la transición entre los dos pactos.
Los Evangelios son claros en que hasta este momento, "aún no había venido el Espíritu Santo" (); lo cual quiere decir que la nueva época no se había inaugurado todavía. Igualmente, está claro que la obra del Espíritu Santo en el nuevo pacto no comenzaría sino hasta Pentecostés. Todas las Escrituras afirman esta cronología. Jesús dijo expresamente que no se daría el Espíritu sino hasta después de su ascensión (). Pero cuando subió "a lo alto... dio dones a los hombres" (; cp. ). "Sobre nosotros sea derramado el Espíritu de lo alto" (). De hecho, en el mismo día de la ascensión de Jesús, Él dijo a los apóstoles que esperaran la venida del Espíritu Santo sobre ellos (). Cuando finalmente recibieron el Espíritu Santo, el resultado fue el derramamiento inmediato, público y dramático de su poder milagroso ().
Sin embargo, en este momento, cuando Jesús sopló, hubo una ilustración poderosa, rica en significado; pues el espíritu Santo se describe en como el aliento de Dios. Entonces el gesto fue una afirmación enfática sobre la deidad de Cristo, pues su propio soplo era emblemático del hálito divino. También recordaba la forma en que Dios "sopló en [la nariz de Adán] aliento de vida" (); describiendo así la impartición de la vida nueva mediante la regeneración (el segundo nacimiento), que bajo el nuevo pacto siempre está acompañado de la impartición del Espíritu (). El simple hecho de soplar sobre los discípulos fue pues emblemático en varios niveles. Desde entonces todos los cris­tianos han recibido al Espíritu Santo en el momento de la salvación ().
Como parte de su testimonio sobre Él, los discípulos tienen la autoridad que Él delegó en ellos. Jesús les dijo: "A quienes perdonéis los pecados, éstos les son perdonados; y a quienes retengáis los pecados, éstos les son retenidos". Los católicos han interpretado mal este versículo para decir que la autoridad de los apóstoles para perdonar pecados ha pasado a la Iglesia Católica Romana. Pero las Escrituras enseñan que solamente Dios puede perdonar pecados (; Cp. ). El Nuevo Testamento no refleja ninguna instancia en que los apóstoles (u otras personas) absolvieran a las personas de sus pecados. Más aún, esta promesa no fue exclusiva para los apóstoles, pues había otros presentes (). En realidad, lo que Cristo estaba diciendo era que cualquier cristiano puede declarar que a quienes se arrepientan genuinamente y crean en el evangelio, Dios les perdonará los pecados. Por otro lado, pueden advertir que quienes rechazan a Jesucristo morirán en sus pecados (8:24; ).
Tal información no era nueva para los discípulos, pues el Señor había dicho cosas similares mucho antes, en Cesarea de Filipo: "Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos" ().
Jesús hablaba aquí de la autoridad delegada a Ios creyentes. Dijo a Pedro, a los doce y, por extensión, a todos los creyentes, que tenían la autoridad para declarar quién está atado al pecado y quién se ha librado de éste. Dijo que los creyentes tienen "las llaves del reino", el reino de la salvación, porque tienen la verdad salvadora del evangelio (; ). Los cristianos pueden declarar si un pecador tiene el perdón con base en la respuesta de dicho pecador al evangelio de la salvación.
La autoridad de la Iglesia para decir a alguien que está perdonado o que está aún en eI pecado viene directamente de la Palabra de Dios. En el Señor enseñó a los discípulos (y por extensión a todos los creyentes) que si un creyentes profeso rehúsa darle la espalda al pecado, aun después de haberlo confrontado en privado (vv. 15-16) y reprendido públicamente (v. 17), entonces la Iglesia tiene el mandamiento de tratar al individuo como si fuera incrédulo. Quienes están dentro de la Iglesia tienen la autoridad y la obligación de llamar aI hermano pecador al arrepentimiento (vv. 18-20) y de hacerle saber que por su desconsideración flagrante a la Palabra divina ha perdido la comunión con el pueblo de Dios. En realidad, puede que ni siquiera sea Hijo de Dios Un. 8:42; 14:15; ; ).
Los creyentes tienen autoridad para esto porque Dios les ha dado su Palabra, que es la norma suprema para juzgar. Su autoridad no proviene de ellos; no se basa en la justicia personal de ellos, en sus dones espirituales o posición eclesiás­tica. Más bien, viene de la Palabra de Dios autoritativa.
Aquello que es afirmado por las Escrituras los cristianos lo pueden afirmar dogmáticamente y sin titubeos; aquello denunciado por las Escrituras, los cris­tianos lo pueden denunciar con autoridad y sin disculparse. Los creyentes no deciden qué está bien o está mal, ellos declaran con audacia lo que Dios ha reve­lado claramente en su Palabra. El pueblo de Dios debe confrontar el pecado con fidelidad porque las Escrituras lo presentan como una afrenta hacia Dios. En la medida en que el juicio de ellos se corresponda con las Escrituras, pueden tener la certeza de que está en armonía con el juicio de Dios en el cielo.
Cuando las personas rechazan el mensaje de salvación, negando a Cristo y su obra, la Iglesia tiene la autoridad divina, con base en la Palabra de Dios revelada, para decirle que perecerán en el infierno a menos que se arrepientan (; cp. ; ). De otra parte, cuando las personas profesan fe en Cristo como Salvador y Señor, la Iglesia puede afirmar esa profesión, si es auténtica, con la misma confianza, basándose en pasajes como : "Si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo".
La autoridad de la Iglesia proviene de las Escrituras. La Palabra de Cristo () es la autoridad suprema dentro de la Iglesia porque Cristo es la Cabeza de la misma (; ). Cuando los creyentes obran y hablan de acuerdo con su Palabra, pueden hacerlo sabiendo que Él está de acuerdo con ellos.
LA APARICIÓN DE CRISTO A TOMÁS (20:24-31)
No todos los apóstoles estaban presentes en la primera aparición de Jesús. Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo, no estaba con ellos cuando Jesús fue. A Tomás se le apodaba Dídimo ("gemelo") por la razón obvia de tener un hermano gemelo (que no aparece en las Escrituras). Los Evangelios Sinópticos lo mencionan solamente en la lista de los doce apóstoles; los detalles de su carácter vienen del Evangelio de Juan.
Tomás era el eterno pesimista. Como Ígor en la historia de Winnie the Pooh, era una persona melancólica, con una tendencia extraña a encontrar el punto negro en la hoja blanca. Las primeras apariciones de Tomás en el Evangelio de Juan estuvieron relacionadas con la resurrección de Lázaro. Aterrado porque Jesús había decidido regresar a las cercanías de Jerusalén, donde los judíos reciente­mente habían intentado matarlo (11:8), Tomás exclamó con fatalismo: "Vamos también nosotros, para que muramos con él" (v. 16). Pero no debe permitirse que el pesimismo de Tomás oscurezca su valentía; a pesar de que pensó que la situación no tenía esperanzas, estaba decidido a ofrecer su vida por el Señor. Su amor por Jesús era tan fuerte que habría preferido morir con Él, en lugar de estar separado de Él.
Tomás vuelve a aparecer en el aposento alto. Jesús acababa de anunciar su partida inminente (14:2-3) y les recordó a los discípulos que sabían a dónde iba Él. Con el corazón hecho pedazos por la partida de Jesús, Tomás se apresuró a contradecirlo diciendo abatido: "Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino?" (14:5), sugiriendo tal devoción que habría preferido morir con su Señor, en lugar de intentar encontrarlo después. Así era su amor por Cristo.
No fue bueno que Tomás se perdiera la primera aparición del Señor. ¿Por qué no estaba allí? ¿Fue porque era pesimista, negativo e incluso melancólico? ¿Estaba en alguna parte lamentándose por él porque sus peores miedos se habían hecho realidad?
Tomás pudo haberse sentido solo, traicionado, abandonado. Sus esperanzas podían estar hechas trizas. Aquel a quien tanto había amado se había ido y su corazón estaba desgarrado. Quizás ni siquiera estuviera con ganas de compañía. Tal vez estar solo parecía lo mejor. No podía estar con la multitud, ni siquiera con sus amigos.
Pero cuando Tomás regreso de donde estuviera, los otros discípulos, exube­rantes y animados, le dijeron: "Al Señor hemos visto". Pero él no quedó conven­cido. Tomás estaba seguro de no volver a ver nunca a Jesús. Se negó a darle alas a sus esperanzas para no verlas hechas pedazos una vez más, entonces anunció escéptico: "Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré". Fue tal afirmación la que le mereció el sobrenombre de "Tomás el incrédulo". Pero el historial de los otros diez apóstoles no era mejor; ellos también se habían burlado de los primeros indicios de la resurrección (; ) y no creyeron las Escrituras que las predecían (20:9; ). A Tomás no lo diferenciaba que su duda fuera más grande, sino que su dolor era mayor.
La oferta escéptica de Tomás pronto la vería satisfecha. Ocho días después, estaban otra vez sus discípulos dentro, y con ellos Tomás. Una vez más, las puertas estaban cerradas y una vez más se demostró que eso no limitaba al Señor resucitado. Como Jesús lo había hecho ocho días antes, llegó y se puso en medio de ellos. Escogió a Tomás inmediatamente. Jesús, siempre el sumo sacerdote compasivo (), le dijo amorosa y amablemente: "Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente". El Señor tocó a Tomás en el punto de su debilidad y duda, sin repren­siones porque sabía que el error de Tomás estaba relacionado con su amor pro­fundo. Con compasión paciente le dio a Tomás la prueba empírica que requería.
Eso fue suficiente para quien dudaba; su escepticismo melancólico se disolvió para siempre a la luz de la evidencia irrefutable de la persona que lo confrontaba. Abrumado, hizo la que es tal vez la más grande confesión de cualquier apóstol, comparable solo a la de Pedro sobre Jesús como Mesías (), exclamando: "¡Señor mío, y Dios mío!". Es significativo que Jesús no lo corrigió, sino que aceptó la afirmación de deidad que hizo Tomás. De hecho, alabó a Tomás por su fe diciendo: "Porque me has visto, Tomás, creíste". Pero previendo el tiempo en que la evidencia tangible y física que Tomás vio no estuviera disponible, el Señor determinó: "Bienaventurados los que no vieron, y creyeron" (cp. ; ). Ellos, que no verían nunca la evidencia física de la resurrección de Cristo, tendrían una mayor medida del Espíritu Santo para fortalecer la fe en la resurrección. Ésta es la segunda bienaventuranza de este Evangelio (cp. 13:17). Bienaventurados no conlleva solo la condición de felicidad, también declara la aceptación de Dios al receptor.
Debe notarse que las palabras de nuestro Señor no indican nada defectuoso en la fe de Tomás.
La fe de Tomás no está despreciada... "pero si no fuera por el hecho de que Tomás y los otros apóstoles vieron a Cristo encarnado, no habría habido fe cristiana. Cp. 1:18, 50ss.; 2:11; 4:45; 6:2; 9:37; 14:7, 9;19:35" (Barrett, p. 573) ... Los creyentes posteriores llegaron a la fe por medio de la palabra de los primeros creyentes (17:20). Entonces, bienaventurados quienes no pueden participar de la experiencia visible de Tomás, sino quienes, en parte porque leyeron la experiencia de Tomás, pasaron a participar de la fe de Tomás
La confesión de Tomás y la respuesta de Cristo se ajustan para llevar a la declaración de resumen juanina sobre el objetivo y propósito al escribir su Evangelio: "Hizo además Jesús muchas otras señales en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro" (cp. 12:37; 21:25). Quienes no han visto y no verán al Señor resucitado dependerán de este Evangelio escrito por Juan (además de los otros tres) para recibir la palabra concerniente a Cristo, por medio de la cual el Espíritu puede darles regeneración y fe ().
Y Jesús hizo muchas más señales milagrosas que las registradas en los capítulos 2-12 (y en los otros Evangelios), incluida la señal más grande: su resurrección; pero esas señales no son necesarias porque las escritas son suficientes. Esta declaración establece que el Evangelio de Juan trata las señales milagrosas apuntando a Jesús como Cristo y Señor; para el propósito explícitamente expresado por Juan en la siguiente declaración.
"Pero éstas se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengáis vida en su nombre". Como se ha dicho, para expandir este versículo solo es necesario volver de nuevo a todo el Evangelio. Esta es la declaración de resumen. Creer que Jesucristo es el Dios encarnado (1:1, 14), el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (1:29) y la resurrección y la vida (11:25), es creer la verdad que una vez aceptada produce perdón de pecados y vida eterna (3:16). Claramente, el propósito de Juan es evangelístico. De nuevo, Carson unifica acertadamente la idea:
El propósito de Juan no es académico. Escribe para que hombres y muje­res crean cierta verdad proposicional: la verdad de que Cristo, el Hijo de Dios, es Jesús, el Jesús retratado en este Evangelio. Pero tal fe no es un fin en sí mismo. Está dirigida hacia la meta de la salvación personal y escatológica: para que creyendo, tengáis vida en su nombre. Ese sigue siendo el propósito de este libro hoy día y está en el centro de la misión cristiana (v. 21).
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