Identidad

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identidad n. f. 1 Circunstancia de ser una persona o cosa en concreto y no otra, determinada por un conjunto de rasgos o características que la diferencian de otras

¿Alguna vez se ha preguntado “quién soy”? “¿A dónde voy?” ¿Cree que carece de propósito o que tiene poco valor? Es importante que tenga una respuesta verdadera a estas cuestiones para que pueda experimentar lo que es tener significado y propósito en la vida.
Desde el mismo primer capítulo de la Biblia se nos enseña que las mujeres, como los hombres, llevan el sello de la imagen de Dios (Génesis 1.27; 5.1-2)
La Biblia reconoce las diferentes funciones ordenadas para hombres y mujeres, muchas de las cuales son perfectamente evidentes desde las circunstancias mismas de la creación. Por ejemplo, las mujeres tienen un único y esencial papel en la maternidad y en los pequeños actos de servicio. También tienen una necesidad especial de soporte y protección, porque físicamente, son «vasos frágiles» (1 Pedro 3.7). La Escritura establece el correcto orden en la familia y en la iglesia, asignando los deberes de jefatura y protección en la casa a los maridos (Efesios 5.23) y señala a los varones en la iglesia como aptos para enseñar y ejercer funciones de liderazgo (1 Timoteo 2.11-15).
En ningún caso esto significa que a las mujeres se las margina o relega a un segundo plano (Gálatas 3.28). Por el contrario, las Escrituras parecen apartarlas para un honor especial (1 Pedro 3.7). A los maridos se les ordena amar a sus esposas con un amor sacrificial, como Cristo ama a la iglesia, aún si fuera necesario, a costa de sus propias vidas (Efesios 5.25-31). La Biblia reconoce y celebra el valor incalculable de una mujer virtuosa (Proverbios 12.4; 31.10; 1 Corintios 11.7). En otras palabras, de principio a fin, la Biblia describe a la mujer como un ser extraordinario.
Las grandes siluetas de Sara, Rebeca y Raquel están en el relato del Génesis en el trato de Dios con sus maridos. Miriam, hermana de Moisés y Aarón, era tanto una profetisa como una compositora y en Miqueas 6.4, Dios mismo la honra como uno de los jefes de la nación al lado de sus hermanos durante el éxodo. Débora, también una profetisa, fue jueza en Israel antes de la monarquía (Jueces 4.4). Las historias bíblicas de la vida de familia a menudo ponen a las esposas en el lugar de consejeras sabias de sus maridos (Jueces 13.23; 2 Reyes 4.8-10). Cuando Salomón llegó a ser rey, rindió público homenaje a su madre, poniéndose de pie cuando entró en su presencia e inclinándose y haciéndole una reverencia antes de sentarse en su trono (1 Reyes 2.19). Sara y Rahab son expresamente nombradas entre los héroes de la fe en Hebreos 11. También se insinúa como tal a la madre de Moisés (Jocabed) (v. 23). En Proverbios, la sabiduría es personificada como una mujer. La iglesia del Nuevo Testamento es una mujer, la novia de Cristo. Las mujeres nunca fueron relegadas en la vida social y religiosa de Israel ni en la iglesia del Nuevo Testamento. Compartían con los varones en todos los banquetes y en el culto público (Deuteronomio 16.14; Nehemías 8.2-3). No se les exigía cubrirse con un velo o permanecer silenciosas en los espacios públicos como ocurre incluso hoy en algunas culturas de Oriente Medio (Génesis 12.14; 24.16; ). Las madres (no solo los padres) compartían la responsabilidad de la enseñanza y autoridad sobre los hijos (Proverbios 1.8; 6.20). Las mujeres en Israel incluso podían ser propietarias de tierras (Números 27.8; Proverbios 31.16). De hecho, las esposas esperaban administrar muchos de los negocios de sus propias familias (Proverbios 14.1; 1 Timoteo 5.9-10, 14). Todo esto se alza en contraste con otras culturas antiguas, que tradicionalmente degradaron y desplazaron a la mujer que, en las sociedades paganas durante los tiempos bíblicos, eran a menudo tratadas con apenas un poco más de dignidad que los animales. Algunos de los más conocidos filósofos griegos, —considerados las mentes más brillantes de su era— enseñaban que las mujeres eran criaturas inferiores por naturaleza. Incluso en el Imperio Romano (quizás el verdadero pináculo de la civilización pre cristiana) las mujeres eran por lo general vistas como un simple bien mueble, una posesión personal de sus padres o maridos con apenas mayor consideración que los esclavos de la familia. Esto, una vez más, era muy diferente del concepto hebreo (y bíblico) del matrimonio como una herencia conjunta, y la paternidad como una sociedad donde tanto el padre como la madre deben ser reverenciados y obedecidos por los hijos (Levítico 19.3). Las religiones paganas cuidaban de, aún más, alimentar y apoyar la degradación de la mujer. Por supuesto, las mitologías griega y romana tenían diosas (tales como Diana y Afrodita). Pero no se crea que este culto de adoración dignificó a las mujeres en la sociedad. Al contrario. La mayoría de los templos dedicados a estas deidades eran servidos por prostitutas sagradas, sacerdotisas que se vendían por dinero, en la falsa creencia de que estaban llevando a cabo un sacramento religioso. Ambas, la mitología y la práctica de las religiones paganas, han sido abiertamente degradantes para la mujer. Los dioses paganos masculinos eran caprichosos y a veces crueles misóginos. Las ceremonias religiosas a menudo eran descaradamente obscenas, incluyendo ritos eróticos de la fertilidad, orgías alcohólicas en los templos, prácticas de perversiones homosexuales y, en los casos extremos, hasta sacrificios humanos.
Dondequiera que se difunde el Evangelio, la condición social, legal y espiritual de la mujer se eleva. Cuando el Evangelio se ha eclipsado (sea por represión, por la influencia de religiones falsas, del secularismo, de filosofías humanistas o por la decadencia espiritual en la iglesia), la situación de la mujer ha declinado en consecuencia. Incluso cuando los movimientos seculares han aparecido afirmando estar interesados en los derechos de la mujer, sus esfuerzos por lo general han sido perjudiciales. El movimiento feminista de nuestra generación es un buen ejemplo. El feminismo ha devaluado y difamado la feminidad. Las diferencias de sexo son generalmente subestimadas, descartadas, despreciadas o negadas. Como resultado, las mujeres están siendo enviadas a situación de combate, sometidas a trabajos físicos extenuantes antes solo reservados a los varones, expuestas a todo tipo de humillaciones en los lugares de trabajo y estimuladas, además, a actuar y a hablar como hombres. Mientras tanto, los feministas modernos acentúan la crítica sobre las mujeres que quieren que la familia y su cuidado sean sus prioridades menospreciando el rol de la maternidad, la única tarea por excelencia exclusivamente femenina. El mensaje final del igualitarismo feminista es que no hay verdaderamente nada extraordinario respecto de la mujer .
Pero ese no es indudablemente el mensaje de la Escritura. Como hemos visto, la Palabra de Dios honra a las mujeres por ser mujeres, y las anima a buscar el honor en una manera exclusivamente femenina (Proverbios 31.10-30)
La Escritura no descarta el intelecto del sexo femenino, no subestima los talentos y habilidades de las mujeres ni deja de fomentar el uso correcto de los dones espirituales. Pero siempre que la Biblia habla expresamente de los rasgos de excelencia de una mujer, el acento está invariablemente sobre la virtud femenina. Las mujeres más significativas en la Escritura no fueron influyentes debido a sus profesiones, sino a su carácter. El mensaje que nos dan colectivamente no se refiere a la «igualdad de sexo», sino a la verdadera excelencia femenina. Y esto siempre se ejemplifica con las cualidades morales y espirituales más bien que por el prestigio, la riqueza, o la apariencia física.
De acuerdo con el apóstol Pedro, por ejemplo, la belleza femenina verdadera no se refiere a los adornos externos, «peinados ostentosos, adornos de oro o vestidos lujosos» sino que la real belleza, por el contrario, se ve internamente, en el corazón, «en el incorruptible ornato de un espíritu afable y apacible, el cual es de grande estima a los ojos de Dios» (1 Pedro 3.3). Pedro también dice que la santidad y las buenas obras son la esencia misma de la belleza femenina; no adornos artificiales que se aplican desde el exterior (1 Timoteo 2.9-10).
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