Ramos

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Domingo de Ramos

Filipenses 2:5-11

Nuestro Rey Viene

            Hay muchas tradiciones asociadas con el Domingo de Ramos que celebramos hoy.  El día toma su nombre de los ramos que los judíos pusieron frente a Jesús como símbolo de honor, y en muchas iglesias, aun muchas de las nuestras, hoy se ve el santuario decorado con ramos.  La tradición más común es la procesión que imita los eventos del primer Domingo de Ramos.  Hoy, en muchos sitios, sería posible ver tal procesión.  La procesión original que realizó Jesús con sus discípulos se llama a veces su Entrada Triunfal.  Esta procesión obedece a una tradición antigua de los reyes israelitas de entrar sentados sobre un asno.  Además, el profeta Zacarías profetizó esta entrada y su naturaleza humilde.  Jesús, el primer Domingo de Ramos, cumplió la profecía y entró como un rey a Jerusalén -- un rey humilde, sin duda, pero un rey.   Cada año leemos una de las historias archivadas en los evangelios sobre la entrada triunfal de Jesús en el Domingo de Ramos.  Vemos que el Rey viene a Jerusalén.  Este año, hacemos lo mismo.  Recordemos que nuestro Rey viene.

            I. Viene para humillarse por nosotros.

            II. Viene para enseñarnos a ser humildes.

I.

            En nuestro texto de hoy, tenemos el comentario de San Pablo sobre el significado no sólo del Domingo de Ramos, sino de toda la obra redentora de Cristo.  Usamos este texto hoy porque San Pablo nos muestra exactamente cómo es nuestro Rey.  Nos advierte que nuestro Rey viene, viene para humillarse por nosotros.

            Es irónico, pero si hubiéramos estado en Jerusalén ese día, seguramente hubiéramos pensado que Cristo recibió una muy buena bienvenida.  Es cierto que los líderes religiosos del pueblo hasta pidieron a Jesús mismo que silenciara los gritos triunfantes del pueblo, y es cierto que no recibió ninguna bienvenida oficial de parte del gobierno ni del ejército, pero aun así los lindos cantos de los niños, los gritos emocionados del pueblo, los ramos que servían como símbolo de autoridad real de Jesús todos fueron muy lindos.  Pero en realidad, la profecía de Zacarías era correcta.  El Rey vino a Sión humildemente, no para conquistar, no para fundar un reino terrenal, no al frente de un gran ejército.  Vino para morir.  Toda la gloria de ese día en realidad no fue más que una ilusión, porque dentro de cinco días esta misma muchedumbre le gritaría, “¡Crucifícale! ¡Crucifícale!” 

            De hecho, la humillación de Jesús no comenzó con la hipocresía de su entrada triunfal.  Comenzó mucho antes.  San Pablo la describe así: [Jesús] siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a si mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres.  La humillación de Cristo comenzó treinta y tres años antes de nuestro texto, cuando se hizo hombre.  Pero la humillación de Cristo no consiste en el hecho de que llegó a ser un ser humano.  En verdad, seguía siendo Dios.  La humillación consistió en dos cosas:  primeramente Cristo, Dios mismo, el Señor de todo, se convirtió en un siervo, y en segundo lugar, al hacerlo dejó de usar todo su poder y su sabiduría.

            Nuestro texto es uno de las pasajes más importantes para entender quién es Cristo y qué hizo por nosotros.  San Pablo dice que antes de llegar a este mundo, Jesús era “en forma de Dios”.  Sin entrar en una discusión técnica sobre la gramática y el vocabulario griegos, San Pablo nos asegura que Cristo era Dios, que era igual al Padre.  Pero, no consideró que su posición fue algo para aprovechar sin pensar en los demás.  Entonces, como San Pablo dice, se despojó de si mismo.  Lo que la palabra griega realmente dice acá es se vació de si mismo.  ¿En qué sentido?  En el sentido de su poder y su gloria.  Esto no es decir que Jesús no podría usarlos cuando quería -- de hecho cada vez que hizo un milagro, o que manifestó que sabía todo, Jesús usó su poder y gloria divinos.  Sin embargo, en términos generales durante los treinta y tres años que estuvo en este mundo, no los usó plenamente.  Durante todo este tiempo, Jesús tenía que comer, beber, respirar y dormir como cualquier otro ser humano.

            Además, durante todo este tiempo, vivió como un siervo.  Claro, Jesús era el Hijo de Dios y el Rey del universo, pero se sometió a las reglas humanas y a las normas de Dios que sólo se aplican a los seres humanos.  Pablo dice que nació “bajo la ley”.  Dios no está bajo ninguna ley, ni siquiera la de la Biblia.  Pero Cristo sí lo estuvo.  Llegó a ser un siervo, un siervo que tuvo la forma de un ser humano. 

            Para Dios, el Rey del universo, convertirse en un siervo y vaciarse del uso de su poder y gloria seguramente era chocante, si podemos hablar así de Dios.  En la vida humana, a veces alguien sufre una humillación muy grande.  El año pasado, el alcalde de Bogotá mandó a los que no obedecieron la ley sobre la pólvora a limpiar los baños de las celdas de las prisiones.  Lo hizo para humillarlos.  Obviamente, si alguien rico e importante tuvo que limpiar estos baños, lo consideró algo muy chocante y humillante, y sólo lo hizo porque el alcalde le obligó.  La humillación de Cristo fue mil veces peor que esto, pero en su caso, lo hizo voluntariamente.  ¿Se puede imaginar que un senador o un ministro de nuestro país voluntariamente lavara los inodoros de los prisioneros en la cárcel en Bogotá?  Es difícil.  Pero Cristo nos amó tanto, que alegremente se humilló aun más que esto.

            La humillación de Cristo comenzó en el momento en que se sometió a convertirse en un siervo y se vació de su poder y gloria, pero esto no fue el final.  San Pablo agrega: y estando en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz.  La obediencia de Cristo no consistió en lavar los baños de los prisioneros, consistió en entregar su vida por nosotros en la cruz.  Cuando yo fui soldado,  gracias a Dios fue durante tiempo de paz.  Yo no tenía un grado muy alto, y recuerdo que mis amigos y yo pensábamos que en el evento de una guerra, no seríamos de mucha importancia.  Fue un poco chocante pensar que un general muy lejos de la batalla podría enviarnos a una situación sin ninguna esperanza de que viviéramos porque le pareciera útil hacerlo.  Ser mandado a morir sería difícil, pero exactamente esto es lo que el Padre mandó a su Hijo, y Cristo se humilló y lo aceptó.

            Por supuesto, la muerte de Jesús no fue algo fácil.  Hablando físicamente, fue la muerte más horrible que se haya inventado.  Los romanos tomaban en serio cualquier tarea que recibían.  Al buscar una muerte horrible y vergonzosa, se aplicaron con la misma dedicación que mostraron en todos sus otros esfuerzos.  Pero el hecho de que el condenado fuera suspendido por horas y hasta días y que muriera lentamente fue lo de menos en la muerte de Jesús.  Lo más horrible fue el abandono de su Padre Celestial.  Jesús padeció el infierno durante sus horas en la cruz.  En verdad, sufrió más de lo que ningún otro ser humano ha sufrido en este mundo.  Lo hizo todo porque nosotros merecemos sufrir así.

            Por eso, los demás versículos de nuestro texto nos importan tanto.  San Pablo dice, Por lo cual, Dios también le exaltó hasta lo sumo, y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, y en la tierra, y debajo de la tierra; y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor para gloria de Dios el Padre.  Cristo cumplió su misión.  Cristo se humilló a si mismo, pero no tuvo que exaltarse -- Dios el Padre lo hizo para dar un claro testimonio de que su Hijo sí triunfó y ganó la salvación de todo el mundo.  Jesús se convirtió a si mismo en un siervo y Dios el Padre lo exaltó de nuevo a la posición de soberanía sobre todo el universo.  Cristo entró a Jerusalén humildemente para morir, sabiendo que los gritos de bienvenida muy pronto se convertirían en gritos de rechazo y condenación.  Pero un día, todos los seres, hasta los condenados en los infiernos, tendrán que doblar sus rodillas delante del Señor de Señores y del Rey de Reyes y confesar que él realmente es Dios, el gobernador del universo.  Esta exaltación es la señal de Dios de que Cristo cumplió con su meta, es decir, que nos salvó.

II.

            Quién es Jesús y qué hizo por nosotros es el fundamento de nuestra fe.  Si negamos cualquier parte de estas sublimes verdades, perdemos nuestra salvación.  Sin embargo, la salvación en los cielos no es el único aspecto de la obra de nuestro Rey.  San Pablo quiere que al ver a Cristo en el camino a Jerusalén tomemos en cuenta la importancia de reflejar el sacrificio del Señor en nuestras vidas de fe.  En el primer Domingo de Ramos vemos que Nuestro Rey viene, viene para enseñarnos a ser humildes.

            Estos versículos son esenciales para entender la obra y la persona de Jesús.  Sin embargo, el punto de San  Pablo no es una discusión de estas verdades eternas.  Su punto es algo un poco más práctico.  Introduce estas palabras transcendentes con una exhortación: Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús. San Pablo quiere enseñarnos a vivir como cristianos, y por eso, nos llama la atención de la actitud de Jesús a fin de que nosotros tengamos la misma actitud,  porque sin la actitud que vivía en Cristo, no podemos hacer ninguna buena obra.

            Cristo fue humilde.  Cristo nos amó más de lo que amó la gloria que tenía como Dios.  ¿Se puede decir algo semejante en cuanto a nosotros?  Obviamente, no tenemos la gloria divina, pero ¿es cierto que amamos más al hermano en la iglesia de lo que amamos a nuestra posición o a nuestra dignidad? ¿Sucede que a veces no queremos servir de una manera u otra porque nos parece menos importante?  Naturalmente, pensamos que los que predican, los que enseñan, y los que dirigen hacen las obras más importantes, pero realmente ¿es así?  Delante de Dios cuál sea nuestra tarea es de menor importancia que con cuál actitud lo hacemos.  En verdad, el que enseña o predica o dirige porque le gusta la admiración del prójimo no sirve a Dios, mientras el que limpia, el que arregla las flores o y el que prepara los elementos para la Santa Cena con una actitud de fe y de humildad realmente agrada a Dios.  Aunque nunca alabamos a los que lavan los baños de nuestro templo, si lo hacen porque conocen la gracia que los salvó, su servicio humilde no vale menos que el del predicador público.

            ¿Podemos todos afirmar que amamos a los demás más que a nosotros?  ¿Estamos preparados para correr el riesgo de que al hablar con un amigo o con un familiar sobre la obra de Cristo haremos daño a nuestra relación con él?  A veces es difícil hablar sobre el evangelio. ¿Por qué?  ¿Es posible que seamos muy orgullosos para hacerlo?  Hablemos de la situación dentro de la iglesia.  ¿Hemos dado la impresión a otra persona de que no nos importan sus sentimientos?  ¿Es posible que hayamos ofendido a visitantes de clases sociales más bajas que la nuestra o a personas que sencillamente no conocemos muy bien?  La actitud que Dios quiere es la humildad, es considerar las necesidades de los demás como más importantes que las mías.  La actitud cristiana es sacrificar mi conveniencia en favor de mi hermano.  ¿Podemos realmente reclamar que no somos muy egoístas para hacerlo?

            El pecado básico es el orgullo.  Realmente el egoísmo forma la base de todo otro pecado.  Es cierto que no podemos mirar los corazones de los demás y por eso, se puede esconder el.  Pero Dios lo conoce.  Si no estamos preparados para sufrir toda humillación para el beneficio de nuestro hermano, si no estamos preparados para sacrificar todo, aun nuestra dignidad, en favor del prójimo, no hemos alcanzado el sentir de Jesucristo.  Ninguno de nosotros merece entrar en su reino. Dios juzga los corazones y condena a los infiernos a los que no son humildes.  Sin embargo, nuestro Rey ya ha venido a Jerusalén y ya se humilló hasta la muerte, y muerte de cruz.  Jesús se sacrificó para pagar por todo el orgullo de nuestros corazones.  Por eso, somos plenamente perdonados.

            Pero, como San Pablo dice, los cristianos necesitamos cambiar.  Necesitamos adoptar la actitud de Cristo.  No es fácil, en verdad, ser humilde es la cosa más difícil en el mundo.  Pero Dios ya nos ha capacitado para hacerlo.  En Jesús tenemos el vinculo con el Espíritu Santo, y por su poder podemos mejorar aun nuestras actitudes.  En esta vida, no nos perfeccionamos, pero día tras día, al mirar a nuestro Rey llegando a Jerusalén entre los gritos hipócritas de los judíos, y luego sufriendo por nuestros pecados y después resucitando para proclamar la victoria que nos da la paz, Dios cambia nuestros corazones.  Dediquémonos ahora mismo a aplicar el evangelio fielmente a nuestras propias vidas a fin de que tengamos la actitud de Cristo, que dice que las necesidades del hermano me importan más que las mías.

            En el primer Domingo de Ramos, Cristo entró triunfalmente para ser humillado y así prepararnos a nosotros a ser humildes.  Pero, como San Pablo dice, su humillación ya ha pasado, y Dios lo glorifica diariamente por medio de la proclamación de que Jesús es el Señor.  Un día, todas las criaturas juntas lo confesarán.  En este momento, nos regocijaremos, porque será el último paso de la exaltación de nuestro Salvador.  Hasta entonces, glorifiquemos a Jesús con las actitudes de nuestras mentes y nuestros corazones.  Amén.

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